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SCIJ - Asuntos Expediente 07-015484-0007-CO
Expediente:   07-015484-0007-CO
Fecha de entrada:   20/11/2007
Clase de asunto:   Acción de inconstitucionalidad
Accionante:   Fernando Sánchez Campos
 
Procuradores informantes
  • Andrea Calderón Gassmann
 
Datos del informe
  Fecha:  28/01/2008
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Texto del informe

 


SALA CONSTITUCIONAL DE LA CORTE SUPREMA DE JUSTICIA


ACCIÓN DE INCONSTITUCIONALIDAD


EXPEDIENTE 07-15484-0007-CO


PROMOVENTE: FERNANDO SÁNCHEZ CAMPOS


CONTRA: VARIOS ARTÍCULOS DE LA LEY N.° 8422 Y EL INCISO H) DEL ARTÍCULO 3 DE LA LEY N.° 6815.


INFORMANTE: Andrea Calderón Gassmann


 


Señores Magistrados:


 


La suscrita, Ana Lorena Brenes Esquivel, mayor, casada, abogada, vecina de Curridabat, cédula 4-127-782, en mi condición de PROCURADORA GENERAL DE LA REPÚBLICA, según Acuerdo del Consejo de Gobierno 93 del 23 de marzo del 2004 (Gaceta 82 del 28 de abril del 2004), ratificado por Acuerdo Legislativo 68189-04-05, del 21 de julio del 2004 (Gaceta 158 del 13 de agosto del 2004), con el debido respeto comparezco a contestar la audiencia que confiere la resolución de las 15:30 horas del 21 de diciembre del 2007, notificada a este Despacho el día 8 de enero del 2008, acerca de la acción de inconstitucionalidad interpuesta por FERNANDO SÁNCHEZ CAMPOS.


 


            Según informa dicha resolución, este proceso es promovido a fin de que se declaren inconstitucionales “(…) los artículos 2, 3, 4 y 43 de la Ley contra la Corrupción y el Enriquecimiento ilícito en la Función Pública, número 8422 del 06 de octubre del 2004 y el artículo 3 inciso h) de la Ley 6815. (…) Las normas se impugnan en cuanto violan el principio constitucional que dispone que las causales para la pérdida de credenciales de los miembros de los Supremos Poderes son taxativas y reguladas directamente por la Constitución Política. De una interpretación armónica de los artículos 111 y 112 que se refieren a los diputados, 143 en cuanto a Ministros y 165 en relación con los Magistrados del Poder Judicial, todos de la Constitución Política, se deriva el principio constitucional de que las causales de cancelación de las credenciales de los miembros de los Supremos Poderes son exclusivas y su regulación es materia reservada a la Constitución Política. Los artículos 111 y 112, que se refieren expresamente a los diputados, señalan que éstos perderán su credencial si violan alguna de las prohibiciones contenidas en ellos. Estas disposiciones refuerzan el argumento de que el constituyente originario juzgó oportuno que las causales de cancelación de las credenciales de los miembros de los Supremos Poderes fueran establecidas expresamente por la Constitución, con la exclusión de cualesquiera otro tipo de acto normativo de inferior rango, salvo en lo relativo a la implementación del procedimiento para establecer la respectiva sanción. Por tanto, el legislador está inhibido para ampliar el catálogo de las causales de pérdida de credencial de los miembros de los Supremos Poderes, cuyo establecimiento es privativo de la Constitución. Las normas impugnadas violan también el artículo 121 inciso 22) de la Constitución, el cual dispone que corresponde a la Asamblea Legislativa por mayoría calificada, darse el régimen interno de su despacho. La pérdida de credenciales es materia relativa al régimen interno de la Asamblea Legislativa, pues se refiere al status jurídico de los diputados. Por ello, la regulación del procedimiento para determinar la eventual pérdida de credenciales de los diputados es materia privativa del Reglamento Interno de la Asamblea Legislativa. No existe, sin embargo, en el Reglamento vigente, ninguna disposición que regule expresamente el tema de la pérdida de credenciales.


 


            Las normas impugnadas violan el artículo 33 de la Constitución Política, pues le otorgan el mismo tratamiento a diputados y al resto de los funcionarios públicos aunque están ubicados en situaciones diferentes. Adicionalmente, el deber de probidad no es de aplicación puntual para quien ejerce como diputado, pues el mismo supone una limitación severa al ejercicio de las atribuciones constitucionales de los diputados, pues los obliga a comportarse de manera imparcial en el ejercicio de sus atribuciones, cuando el mandato representativo que ejercen deben hacerse en un marco de entera libertad. Si las causales para decretar la pérdida de credenciales de los miembros de los Supremos Poderes están sujetas a una reserva constitucional expresa, la Ley ordinaria no puede ampliar el catálogo. Finalmente, el artículo 3 inciso h) de la Ley 6815 es inconstitucional por lesionar el artículo 9 constitucional que contiene el principio de división de funciones, según el cual cada poder es independiente dentro del ámbito de sus competencias constitucionales asignadas”. 


 


I.          SOBRE EL FONDO


 


            En primer término, entraremos a analizar el argumento de que la regulación acerca de las causales que pueden determinar para un diputado la pérdida de sus credenciales es materia de reserva constitucional, el cual es esbozado por el accionante para sostener la supuesta inconstitucionalidad de los artículos 2, 3, 4 y 43 de la Ley N° 8422.


 


El análisis de este alegato necesariamente tiene que empezar, a nuestro juicio, precedido de unas breves consideraciones relativas a la ideología constitucional que sustenta el Estado de Derecho y la naturaleza de la función pública.


 


En efecto, un gobierno ostenta legitimidad democrática no sólo por el origen de sus potestades asentadas en la Carta Fundamental, sino además por la forma en que se ejerce el poder: con orientación a la satisfacción del interés general, a través de una


función pública intachable, recta, ética, lo cual demanda, como es lógico, el respeto íntegro a esos postulados por parte de quienes han sido nombrados o electos para ocupar cualquier cargo público, incluyendo los de más alto nivel. De ahí que ningún ciudadano que haya sido investido para ejercer un cargo puede apartarse de esas exigencias, sin que ello apareje, necesariamente, una lesión al modelo de Estado que la misma Constitución Política ha diseñado, y de la concepción de funcionario que encontramos en la inteligencia del artículo 11 constitucional.


 


Ahora bien, en el tema de los diputados y la posible pérdida de sus credenciales, en las normas de nuestra Carta Fundamental encontramos lo siguiente:


 


“ARTÍCULO 111.- Ningún Diputado podrá aceptar, después de juramentado, bajo pena de perder su credencial, cargo o empleo de los otros Poderes del Estado o de las instituciones autónomas, salvo cuando se trate de un Ministerio de Gobierno. En este caso se reincorporará a la Asamblea al cesar en sus funciones.


 


Esta prohibición no rige para los que sean llamados a formar parte de delegaciones internacionales, ni para los que desempeñan cargos en instituciones de beneficencia, o sean catedráticos de la Universidad de Costa Rica o en otras instituciones de enseñanza superior del Estado. (Así reformado por Ley No.5697 de 9 de junio de 1975)


 


ARTÍCULO 112.- La función legislativa es también incompatible con el ejercicio de todo otro cargo público de elección popular.


 


Los Diputados no pueden celebrar, ni directa ni indirectamente, o por representación, contrato alguno con el Estado, ni obtener concesión de bienes públicos que implique privilegio, ni intervenir como directores, administradores o gerentes en empresas que contraten con el Estado, obras, suministros o explotación de servicios públicos.


 


La violación a cualquiera de las prohibiciones consignadas en este artículo o en el anterior, producirá la pérdida de la credencial de Diputado. Lo mismo ocurrirá si en el ejercicio de un Ministerio de Gobierno, el Diputado incurriere en alguna de esas prohibiciones.”


 


La primera observación que cabe hacer sobre las transcritas disposiciones es que su fórmula normativa no se decanta por una taxatividad dirigida a establecer que tales motivos o causales serán los únicos que pueden dar lugar a la pérdida de la credencial, como sí ocurre con otras regulaciones que tienen la vocación de sentar una reserva constitucional en determinada materia. Lo anterior es un primer paso para los argumentos que siguen en nuestra exposición.


 


            De esa forma, si los funcionarios públicos son simples depositarios de la autoridad sin que puedan arrogarse facultades que la ley no les concede, lo que es igual a decir que no pueden incurrir en actuaciones contrarias a la ley como expresión de la voluntad popular y de la ideología democrática, bien puede afirmarse que teniendo en cuenta la estructura y relaciones de poder que fluyen del conjunto de las disposiciones de la Norma Fundamental, existe una garantía para el ciudadano orientada a que el Estado, con apego al Derecho, satisfaga con rectitud y eficiencia los intereses generales.


 


            Y como condición sine qua non para obtener esa garantía es que la ley puede diseñar las herramientas necesarias para preservar esa aspiración del Constituyente, siendo perfectamente posible que estas cubran a los funcionarios del más alto rango, como lo son los legisladores.


 


            Así las cosas, tratándose de un tema como la pérdida de las credenciales para los legisladores, aún cuando su regulación directa y completa en la misma Constitución podría estimarse por algunos como la fórmula ideal, o se reconozca como usual en el derecho comparado tal opción, si nuestra Carta Fundamental no consagra expresamente una reserva al respecto, la ley ordinaria sí puede incursionar en esta materia, a condición de que se cumplan otros parámetros, como en adelante señalamos.


 


            En este sentido, si el derecho infraconstitucional lejos de vulnerar los preceptos de la Carta Política se traduce en expresión de sus valores fundamentales, estamos ante legislación que resulta un complemento, desarrollo e instrumento necesario para garantizar el cumplimiento de sus postulados y de la ideología que la sostiene.


 


            Si nos detenemos a revisar las causales que contemplan los citados artículos 111 y 112 de la Carta Fundamental, se advierte sin dificultad que, en su esencia, se encuentran inspirados en un indiscutible contenido ético, al combatir posibles situaciones de conflicto de intereses, de negociaciones incompatibles, obtención de privilegios, y a su vez exigir una dedicación íntegra al cargo.


 


            Y si tales disposiciones lo que contemplan son algunos supuestos específicos derivados del deber de probidad,  es obvio que otra norma que atienda y tutele precisamente la esencia de tales regulaciones deviene innegablemente acorde a esos preceptos.


 


Así, la actual ausencia de una fórmula omnicomprensiva de las exigencias éticas en las normas arriba citadas no se traduce en una inconstitucionalidad automática de las disposiciones con rango de ley que se incorporen al ordenamiento con esa misma vocación.  Ello nos podría llevar a un peligroso y excesivo literalismo que, en última instancia, lo único que haría es reñir con la propia ideología constitucional y la aspiración de modelo de Estado perseguido por el constituyente, si con ello se abre con comodidad un portillo para tolerar y dejar impunes acciones contrarias a la ética producidas en las altas esferas del poder.


 


Asimismo, podría propiciarse el absurdo de que ante conductas que resultan mucho más graves y reprochables que las previstas en la norma constitucional, no pueda exigirse responsabilidad alguna al diputado, simplemente porque es la ley ordinaria la que –razonable y sanamente–  completa esa regulación, siempre sobre la misma línea que sigue la Constitución Política en esa materia.


 


Bajo este entendido, lo que la Ley N° 8422 traduce con la consagración expresa del deber de probidad aplicable a cualquier persona que ejerza una función pública y la previsión de sanciones ante su eventual violación, es una enorme y atendible preocupación ética      dirigida a erradicar de modo eficaz toda incursión de conductas indebidas y reprochables desde el punto de vista ético dentro de la función pública.


 


Así las cosas, a nuestro juicio no se conforma con un régimen democrático permitir que un alto funcionario pueda violar flagrantemente sus deberes éticos y quedar absolutamente impune porque la norma que se utiliza para exigirle esa responsabilidad no proviene de la Constitución, aunque –insistimos– se encuentre claramente asentada en ésta. Ello no sería otra cosa que privilegiar un apego gramatical que resultaría, a la postre, incompatible con la propia ideología constitucional, mediante una interpretación formalista dirigida a imprimirle a la estructura de la norma una taxatividad que ella no posee.


 


Por las razones señaladas, es que no admitimos como indiscutible motivo de inconstitucionalidad una posible reserva constitucional en esta materia. Antes bien, sostenemos la conformidad de las normas impugnadas con la Ley Fundamental, en virtud de que cumplen con los verdaderos requisitos para su validez, que podemos encontrar admitidos por la propia jurisprudencia de esa Sala.


 


            Nos referimos con ello al análisis que recoge la sentencia Nº 2001-1749 de las 14:33 del 7 de marzo del 2001, dictada con ocasión de la impugnación que fue planteada por esta Procuraduría General en contra de los artículos 22 y 25 de la Ley Nº 6872 de 17 de junio de 1983, es decir, la anterior Ley de Enriquecimiento Ilícito de los Servidores Públicos.


 


            En dicha ocasión, uno de los alegatos fundamentales que sustentaba la acción fue justamente la reserva constitucional en materia de causales para remover de su cargo a los Ministros de Gobierno, aduciéndose que la norma legal excedía las regulaciones constitucionales en materia de causales de incompatibilidad y posibles sanciones. 


 


Y claro que está que lo anterior cobra especial relevancia en tanto, como es sabido, la Carta Fundamental en su artículo 143 dispone que son aplicables a los Ministros las reglas, prohibiciones y sanciones establecidas en los artículos 110, 111 y 112 de la Constitución, de tal suerte que el razonamiento vertido en la sentencia de cita resulta aplicable de forma plenaria al presente asunto.


 


Como decíamos, uno de los argumentos en que se sustentaba la acción era justamente el exceso de la Ley de Enriquecimiento Ilícito frente a la Constitución, por irrespetar la supuesta reserva constitucional en materia de causales de incompatibilidad y la consecuente sanción de remoción del cargo.


 


Pues bien, analizado puntualmente el argumento por esa Sala, la sentencia desestimatoria de la acción expresó lo siguiente:


 


“IX.      En el caso particular de los Ministros de Gobierno. Reclama el          accionante violación de los artículos 110, 111, 112 y 143 de la         Constitución Política. Manifiesta que el régimen de             incompatibilidades contemplado en la norma cuestionada excede el        establecido en las disposiciones constitucionales, por cuanto tales             normas estipulan la prohibición de un Ministro de Gobierno de      participar en empresas privadas que suscriban contratos con el Estado; en tanto, las disposiciones legales impiden ejercer cargos      de dirección, administración o representación en empresas             privadas. En criterio del representante estatal, lo dispuesto en las           normas legales hace inaplicable el régimen de incompatibilidades           contemplado en la Constitución. En cuanto al régimen de             incompatibilidades de los Ministros de Gobierno el artículo 143 de la       Constitución Política establece:


 


Artículo 143.- La función del Ministro es incompatible con el ejercicio de todo otro cargo público, sea o no de elección popular, salvo el caso de que leyes especiales les recarguen funciones.   Son aplicables a los Ministros las reglas, prohibiciones y sanciones establecidas en los artículos 110, 111 y 112 de esta Constitución, en lo conducente.


Por su parte, los artículos 110, 111 y 112 de la Constitución Política estipulan:


 


Artículo 110.- El Diputado no es responsable por las opiniones que emita en la Asamblea.   Durante las sesiones no podrá ser arrestado por causa civil, salvo autorización de la Asamblea o que el Diputado lo consienta.


Desde que sea declarado electo propietario o suplente, hasta que termine su período legal, no podrá ser privado de su libertad por motivo penal, sino cuando previamente haya sido suspendido por la Asamblea. Esta inmunidad no surte efecto en el caso de flagrante delito, o cuando el Diputado la renuncie.   Sin embargo, el Diputado que haya sido detenido por flagrante delito, será puesto en libertad si la Asamblea lo ordenare.


 


Artículo 111.- Ningún Diputado podrá aceptar, después de juramentado, bajo pena de perder su credencial, cargo o empleo de los otros Poderes del Estado o de las instituciones autónomas, salvo cuando se trate de un Ministerio de Gobierno.   En este caso se reincorporará a la Asamblea al cesar en sus funciones.


 


Esta prohibición no rige para los que sean llamados a formar parte de delegaciones internacionales, ni para los que desempeñan cargos en instituciones de beneficencia, o sean catedráticos de la Universidad de Costa Rica o en otras instituciones de enseñanza superior del Estado.


 


Artículo 112.- La función legislativa es también incompatible con el ejercicio de todo otro cargo público por elección popular.


 


Los Diputados no pueden celebrar, ni directa ni indirectamente, o por representación, contrato alguno con el Estado, ni obtener concesión de bienes públicos que implique privilegio, ni intervenir como directores, administradores o gerentes en empresas que contraten con el Estado, obras, suministros o explotación de servicios públicos.


 


La violación a cualquiera de las prohibiciones consignadas en este artículo o en el anterior, producirá la pérdida de la credencial de Diputado.   Lo mismo ocurrirá si en el ejercicio de un Ministerio de Gobierno, el Diputado incurriere en alguna de esas prohibiciones.


 


De conformidad con las normas transcritas, a los Ministros de Gobierno se les veda la posibilidad de intervenir como administradores, representantes o gerentes en empresas privadas que suscriban contratos con la Administración. Sin embargo, lo anterior no excluye la posibilidad del Legislador, como representante de la voluntad general, de desarrollar los supuestos de incompatibilidad descritos en las normas constitucionales, con la finalidad de asegurar la eficiencia, la imparcialidad y la prevención del conflicto u oposición de intereses. El único límite que impone el principio de supremacía constitucional a esta facultad Legislativa –según se expuso supra- es la observancia obligatoria del principio de razonabilidad y proporcionalidad. De esta manera, en el tanto las disposiciones legales no violen o restringen de manera desproporcionada los derechos fundamentales del sujeto llamado a participar de la función pública, tales normas se adecuan al Derecho de la Constitución. En consecuencia, al considerarse que las dos incompatibilidades establecidas en el artículo 22 de la Ley de Enriquecimiento de Enriquecimiento Ilícito de los Servidores Públicos no son inconstitucionales –teniendo en cuenta la interpretación conforme al Derecho de la Constitución que se hace en esta sentencia respecto de la imposibilidad de ostentar cargos de administración, representación o dirección en empresas privadas- debe declararse sin lugar la acción en lo que a esta norma atañe.   


     


X.         Sobre el artículo 25 de la Ley de Enriquecimiento Ilícito de los Servidores Públicos. Según el Procurador General Adjunto, dicha norma lesiona lo dispuesto en el artículo 139 inciso 1) constitucional, por cuanto obliga al Presidente de la República a remover a su Ministro de Gobierno. Se estima que el nombramiento y remoción de los Ministros de Gobierno es una facultad discrecional y exclusiva del Presidente. Dicho acto es calificado por la doctrina como acto constitucional, el cual, únicamente se encuentra regido por el Derecho de la Constitución. Lo anterior, se fundamenta en la relación de confianza que debe existir entre el Presidente y sus Ministros. En este sentido, la Sala en sentencia #0385-93, de las 09:57 horas de 23 de enero de 1993, dispuso:


"Vista la naturaleza de las elevadas funciones que está llamado a desempeñar el Presidente de la República, es razonable entender que necesita el concurso de asistentes de toda su confianza que él puede nombrar libremente, y que, si a su juicio aquella relación de estricta confianza se ha infringido, puede remover por ese motivo sin que tal acto llegue a configurar violación del debido proceso."


 


En este sentido, la doctrina nacional ha señalado que el nombramiento del Ministro presupone una confianza política más que técnica. Confianza en su capacidad para dirigir su materia correspondiente y que le permite integrar el Consejo de Gobierno. Así, los Ministros se mantienen en su cargo mientras cuenten con la confianza del Presidente de la República. Es decir, por su nombramiento los Ministros no dependen de la Asamblea Legislativa, la cual se encuentra imposibilitada de destituirlos o sustituirlos mediante un juicio político; solamente, mediante el voto de dos tercios de sus miembros presentes, puede formular interpelaciones a los Ministros, o bien censurarlos cuando los consideren responsables del dictado de actos inconstitucionales, ilegales o que puedan causar un daño irreparable a los intereses públicos, en los términos del artículo 121 inciso 24) de la Constitución Política. Sin embargo, dicha relación de confianza no le permite al Presidente de la República mantener a sus Ministros en su cargo a costa de la violación de las disposiciones legales vigentes. En efecto, el Presidente de la República y los Ministros de Gobierno se encuentran sujetos al principio de legalidad –artículo 11 constitucional- lo que produce su sujeción a todo el bloque de legalidad. La discrecionalidad que la Constitución le atribuye al Presidente no le permite obviar el contenido de las disposiciones legales que tienen por fin el aseguramiento de la imparcialidad de los miembros del Poder Ejecutivo. Así, de llegar a acreditarse que un Ministro incurre en un supuesto de incompatibilidad –en el tanto se considere razonable- el Presidente de la República deberá removerlo de su cargo, con la finalidad de asegurar el desempeño objetivo e imparcial de la Administración.”  (el subrayado es nuestro)


 


A nuestro juicio, tales consideraciones se asientan en una posición clara y firme, justamente a partir de la cual esta Representación hace actualmente su análisis del tema, con referencia a la hoy vigente Ley contra la Corrupción y el Enriquecimiento Ilícito de los Servidores Públicos.


 


Así, tenemos entonces que frente al planteamiento expreso del punto que ahora nos ocupa, ese Tribunal no estimó que en esta materia exista una reserva constitucional, como ahora lo alega el aquí accionante. Antes bien, la conformidad constitucional de la normativa de rango legal debe estar referida a otros parámetros, como son la razonabilidad y proporcionalidad de la regulación, principios frente a los cuales, a nuestro juicio, la norma no comete infracción alguna.


Lo anterior, por cuanto la normativa cuestionada consagra el deber de probidad, cuyo alcance, lejos de resultar irrazonable, se apega en un todo a la ideología constitucional de lo que debe ser el sano y correcto ejercicio de la función pública, que, reiteramos, en un pilar fundamental del Estado de Derecho y del ejercicio verdaderamente democrático del poder.


 


Del contenido y alcance de estos principios es sobradamente conocido su desarrollo jurisprudencial, cuando ha señalado ese Tribunal desde hace ya tiempo lo siguiente:


 


“…los derechos y libertades fundamentales están sujetos a determinadas restricciones, pero únicamente a las que sean necesarias en virtud de los valores democráticos y constitucionales. Sin embargo, para que una restricción sea "necesaria", se requiere que sea "útil", "razonable", "oportuna" y debe implicar la "existencia de una necesidad imperiosa" que sustente la restricción. Para que las restricciones a la libertad sean lícitas constitucional e internacionalmente, han de estar orientadas hacia la satisfacción de un interés público imperativo; para lograr esto debe: 1) escogerse aquella que restrinja en menor escala el derecho protegido, 2) existir proporcionalidad entre la restricción y el interés que la justifica, 3) ajustarse estrechamente al logro de ese legítimo objetivo y 4) debe ser imperiosa socialmente y por ende, excepcional y como tal, ha de interpretarse de manera restrictiva, es decir, en caso de duda debe preferirse siempre la libertad dentro del contexto del orden constitucional como un todo, de conformidad con su sistema de valores fundamentales.” (sentencia 3550-92 de las 16:00 horas del 24 de noviembre de 1992, reiterada por sentencia 6198-95 de las 17:00 horas del 14 de noviembre de 1995)


 


A la luz de esos parámetros, según nuestro entender la normativa atacada supera sobradamente el examen de constitucionalidad, pues qué postulado más imperioso socialmente que la probidad en la función pública, con mayor razón cuanto más alto es el cargo que se ejerce y por ende mayor poder de acción el que se ostenta dentro del Estado.


 


Y por su parte, la correlativa sanción eventualmente aplicable ante su transgresión tampoco resulta irrazonable ni desproporcionada, por cuanto únicamente se trata de un mecanismo para exigir responsabilidad, que se erige como una garantía que necesariamente debe acompañar el mandato ético, pues de lo contrario éste corre el peligro de quedar reducido a una simple declaración de buenos principios, que no se hace efectiva o se le irrespeta ante la consabida impunidad que tradicionalmente le había acompañado en la práctica, lo cual resulta particularmente sensible en el campo ético, dado lo graves que pueden llegar a ser muchas conductas reprochables en este aspecto, llevando aparejadas muchas de ellas un innegable daño social. Por ello estamos ante una imperiosa necesidad que sustenta el modo en que la norma prevé el régimen sancionatorio.


 


Por otra parte, en el tema de la aplicación del deber de probidad a los legisladores, alega el accionante que ello es improcedente en tanto una exigencia de imparcialidad y objetividad no le permitiría a los diputados ejercer su labor de manera óptima, violándose el fuero de indemnidad por el que están cubiertos, y restándole espacio para el control político que están llamados a ejercer.


 


Tales argumentos resultan carentes de sustento, y desconocen el correcto sentido y la aplicación lógica y razonable del deber de probidad.  En efecto, esa imparcialidad y objetividad debe ser correctamente entendida en el campo del conflicto de intereses, pues es frente a una indeseable interferencia de intereses privados del propio diputado o cualquier allegado que la norma exige imparcialidad y transparencia, en tanto el legislador debe ejercer su función con miras siempre a la protección del interés público.  Ello es así independientemente de su orientación o color político, de su línea de partido, de que se encuentre del lado del oficialismo o de la oposición o de cualquier otra tendencia que marque la forma en que emite su voto para las decisiones que toma el Parlamento.  Y es que antes de cualquier ideología o partido al que pertenezca un diputado, primero -y ante todo- está la fidelidad y el juramento al modelo de Estado que consagra la Constitución y sus instrumentos de la democracia, que son precisamente los que le han permitido llegar a ocupar su curul por mandato popular.


 


Así las cosas, es evidente que no se puede confundir ni tergiversar la imparcialidad que debe respetar un diputado con la que está llamado a cumplir un juez de la República o un juzgador administrativo. La mayor jerarquía y trascendencia que ostenta el deber de probidad se origina justamente en que su contenido multiforme y su alto alcance adquiere sus propias connotaciones y significado según la labor específica que le corresponde a un funcionario, dependiendo del cargo que ocupa. De ahí que lo más importante para efectos de esta discusión es que, en el caso de los diputados, la probidad no está referida más que a esa rectitud, honestidad y  transparencia que todo legislador debe guardar en sus funciones, y al respeto a nuestro orden constitucional y democrático, por lo que en nada puede reñir con el correcto ejercicio de sus atribuciones que está llamado a ejercer por mandato directo del pueblo.


 


En efecto, esa irrestricta libertad de la que habla el accionante es la que tiene el diputado en el campo ideológico, pero evidentemente no en el campo ético, pues la libertad no podría ser tan mal entendida como para sostener que autoriza y tolera actos contrarios a la ética, a la honestidad y al respeto a la institucionalidad del propio Parlamento y del país.


 


Así, el cargo de diputado goza de ciertas prerrogativas dirigidas a  la protección de la independencia y autonomía del parlamento, como garantía de la separación de poderes.  No obstante, justamente atendiendo a la preeminencia del cargo, a tales garantías corresponden, con igual relevancia e intensidad, los deberes éticos, que les demandan erguirse como un modelo de probidad para la ciudadanía, con una actitud ejemplificante para la opinión pública, como formadores de opinión.


 


Asimismo, es una conducta intachable la única que legitima a los parlamentarios para exigir honestidad a las autoridades públicas de los otros Poderes y a la ciudadanía en general, porque el control político sólo es eficaz si se tiene moral para ello.


 


Ahora bien, todo lo anterior debe engarzarse necesariamente con el tema de la razonabilidad ya no del contenido de la norma, sino de su aplicación, que, como es obvio, constituye un tema distinto.  En efecto, alega el accionante que someter a los diputados al deber de probidad y a la posibilidad de ser sancionados por conductas indebidas a nivel ético puede ser interpretado de forma demasiado amplia y en perjuicio del legislador que sea denunciado por una irregularidad de este tipo, violándose además el principio de tipicidad.


 


Ante ello, en primer lugar debe recordarse que, como lo ha sostenido la propia jurisprudencia constitucional, en el campo administrativo la tipicidad no se aplica con la rigurosidad que exige la responsabilidad penal (ver, entre otras, las sentencias números 5594-94, 479-97 y 2004-10227). Sobre todo en el campo de la ética, en donde las posibles conductas violatorias de ese postulado pueden ser tan variadas y disímiles que resultaría imposible, como indica la más elemental lógica, poder recogerlas exhaustiva y taxativamente en una fórmula normativa.  Pero lo más importante es que el propio accionante no demuestra con su posición la supuesta irrazonabilidad de la norma –la cual, al contrario, se apega sobradamente a tal principio-  sino que hace especulaciones sobre una posible aplicación irrazonable o perjudicial.


 


Es evidente que ello no es argumento para sostener la inconstitucionalidad de una norma, que es lo que en esta vía se está juzgando. Como es claro, cualquier norma válida desde el punto de vista constitucional eventualmente podría ser aplicada irrazonablemente, pero eso es un problema del operador jurídico en su aplicación, y no  de validez de la disposición, como ha señalado la propia Sala en varias ocasiones.


 


Así, es claro que la amplitud que necesariamente acompaña al deber de probidad no puede erradicar de forma absoluta el peligro de que potencialmente se pretenda hacer una aplicación indebida de su contenido para perjudicar a un diputado, ya sea endilgándole una falta que realmente no se ha configurado desde el punto de vista ético o bien pretendiendo atribuirle a determinada conducta una gravedad que no ostenta, con el fin de lograr la aplicación de una sanción en su contra. Ese peligro no existe porque se trate del diputado. Existe frente a todos los que ejercen cualquier tipo de función pública y en cualquiera de los poderes o las instituciones públicas.


 


Pero dos son las cosas que se deben tener muy claras ante ello: en primer término, que como remedio frente a ese riesgo es que sabiamente el propio ordenamiento ha previsto que aquí no cabe ningún tipo de sanción automática, sino que su eventual aplicación debe estar obligatoriamente precedida de una amplia discusión desarrollada en el marco del derecho de defensa y el debido proceso, que es el espacio que el sistema jurídico provee justamente para combatir y erradicar cualquier tipo de aplicación indebida de una norma sancionatoria. Aquí es donde se encuentra el remedio para el reclamo que sostiene el accionante, y no en la pretendida inconstitucionalidad de una norma plenamente sana para el correcto funcionamiento del Estado.


 


Por otra parte, en abono a la defensa de la normativa cuestionada, cabe agregar que ésta, además de estar en consonancia con el régimen constitucional, también lo hace respecto de los instrumentos internacionales que ha suscrito nuestro país en esta materia. En primer término, con la Convención Interamericana contra la Corrupción (Ley Nº 7670 del 17 de abril de 1997), la cual, en lo conducente, señala:


 


“ARTICULO II


 


Propósitos


 


Los propósitos de la presente Convención son:


1.         Promover y fortalecer el desarrollo, por cada uno de los Estados             Partes, de los mecanismos necesarios para prevenir,        detectar, sancionar y erradicar la corrupción; y


            (…)


 


ARTICULO III


 


Medidas preventivas


 


A los fines expuestos en el Artículo II de esta Convención, los Estados Partes convienen en considerar la aplicabilidad de medidas, dentro de sus propios sistemas institucionales, destinadas a crear, mantener y fortalecer:


 


1.                  Normas de conducta para el correcto, honorable y     adecuado cumplimiento de las funciones públicas. Estas            normas deberán estar orientadas a prevenir conflictos de intereses         y asegurar la preservación y el uso adecuado de los recursos        asignados a los funcionarios públicos en el desempeño de sus            funciones.


 


            Establecerán también las medidas y sistemas que exijan a los   funcionarios públicos informar a las autoridades competentes sobre             los actos de corrupción en la función pública de los que tengan             conocimiento. Tales medidas ayudarán a preservar la confianza en la integridad de los funcionarios públicos y en      la gestión pública.


 


2.                  Mecanismos para hacer efectivo el cumplimiento de dichas   normas de conducta.


 


            (…)


 


9.         Órganos de control superior, con el fin de desarrollar mecanismos           modernos para prevenir, detectar, sancionar y erradicar las prácticas corruptas.” (énfasis agregado)


 


            Asimismo, encontramos su congruencia con la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, más recientemente aprobada en nuestro país mediante Ley 8557 del 29 de noviembre del 2006, cuando señalan sus disposiciones en lo que aquí nos interesa:


 


“Artículo 1


 


Finalidad


 


La finalidad de la presente Convención es:


 


a)         Promover y fortalecer las medidas para prevenir y combatir más eficaz y eficientemente la corrupción;


 


b)         (…)


 


c)                  Promover la integridad, la obligación de rendir cuentas y la debida           gestión de los asuntos y los bienes públicos.


 


Artículo 2


 


Definiciones


 


a)                  Por “funcionario público” se entenderá: i) toda persona que ocupe un                cargo legislativo, ejecutivo, administrativo o judicial de un Estado     Parte, ya sea designado o elegido, permanente o temporal, remunerado u             honorario, sea cual sea la antigüedad de esa persona en el cargo;


 


            (…)


 


Artículo 5


 


Políticas y prácticas de prevención de la corrupción.


 


1.         Cada Estado Parte, de conformidad con los principios    fundamentales de su ordenamiento jurídico, formulará y aplicará o    mantendrá en vigor políticas coordinadas y eficaces contra la      corrupción que promuevan la participación de la sociedad y reflejen        los principios del imperio de la ley, la debida gestión de los asuntos       públicos y los bienes públicos, la integridad, la transparencia y la           obligación de    rendir cuentas. (…)


 


Artículo 8


Códigos de conducta para funcionarios públicos


 


1.         Con objeto de combatir la corrupción, cada Estado Parte, de      conformidad con los principios fundamentales de su ordenamiento        jurídico, promoverá, entre otras cosas, la integridad, la honestidad y la             responsabilidad entre sus funcionarios públicos.


 


2.                  En particular, cada Estado Parte procurará aplicar, en sus propios          ordenamientos institucionales y jurídicos, códigos o normas de   conducta para el correcto, honorable y debido cumplimiento de las             funciones públicas.


 


            (…)


 


6.         Cada Estado Parte considerará la posibilidad de adoptar, de       conformidad con los principios fundamentales de su derecho interno,           medidas disciplinarias o de otra índole contra todo funcionario público que     transgreda los códigos o normas establecidos de conformidad con el     presente artículo.” (el subrayado es nuestro)


 


En relación con otro de los motivos que invoca el accionante, en el sentido de que la pérdida de credencial es materia propia del régimen interno de la Asamblea Legislativa, es claro, según lo visto, que nuestro país no sigue ese modelo, sino otro, en el que la Carta Fundamental –aunque sin reserva constitucional en la materia, como quedó señalado– fija varias causales por las que un diputado puede perder su cargo, y que son complementadas con el desarrollo que de ello puede hacer la ley ordinaria.             


 


Así, resulta evidente que no encontramos ninguna norma constitucional que remita esta materia a la interna corpuris, tal y como sí lo hacen las Cartas Fundamentales de otros Estados.


 


Ahora bien, si tal situación se llegara a dar en el futuro a causa de la aprobación de una reforma parcial a la Carta Fundamental, se estaría adoptando un modelo que igualmente resulta acorde también con los postulados de Estado democrático, pues la materia también podría ser propia de la regulación interna de la Cámara.  Pero en tanto nuestro modelo constitucional actualmente no es tal, resulta claro que el argumento esbozado carece de todo sustento para sostener una supuesta inconstitucionalidad en los términos planteados.


 


            En cuanto a la violación del principio de igualdad, el argumento no resulta de recibo, toda vez que los privilegios que se conceden a los parlamentarios en el Derecho de la Constitución están referidos al ejercicio del cargo como tal, según vimos, pero desde luego no se puede invocar una supuesta situación distinta respecto de los postulados éticos, pues es evidente que la posición del parlamentario no le coloca en una posición moral diferente a la de los otros servidores públicos. 


 


El argumento así planteado resulta incomprensible, puesto que no es concebible que tal alegato pretenda sostener que los diputados, por su condición y rango, no están obligados a seguir una conducta íntegra y honesta, y que por ende el cargo proporcionaría licencia para incurrir en actos de corrupción o cualquier tipo de conducta indebida o reprochable desde el punto de vista ético sin que el ordenamiento jurídico pueda demandar la responsabilidad por ello.


 


Por último, debemos referirnos a la alegada violación del numeral 9 de la Carta Fundamental que regula el principio de separación de funciones, en cuanto a que el inciso h) del artículo 3 de la Ley n.° 6815 le permite a  la Procuraduría de la Ética recibir y tramitar denuncias contra los diputados por supuestas violaciones a la Ley contra la Corrupción y el enriquecimiento Ilícito en la Función Pública, Ley n.° 8422.


 


Sobre el particular, hemos de señalar que ya esa Sala Constitucional dejó zanjado el tema sin espacio para esa clase de cuestionamientos, cuando en su voto 5090-03 expresó las siguientes consideraciones:


 


 VI.- PRINCIPIO DE SEPARACIÓN DE FUNCIONES. En  criterio de la Procuraduría General de la República, las competencias genéricas asignadas a la “Procuraduría de la Ética Pública” vulneran el principio de separación funciones consustancial al Estado Social y   Democrático de Derecho. Este órgano colegiado estima que el combate de la corrupción en el sector público y la búsqueda de altos niveles de transparencia no riñen con el principio aducido, puesto que, el mismo fue concebido para garantizar una eficiente y eficaz   gestión pública   a través de la especialización de las funciones y, desde luego, contener la arbitrariedad de los poderes públicos tan propensos a quebrantar los Derechos Fundamentales de los administrados. El sistema de garantía de la transparencia y de la ética en la función pública debe establecerse a partir de la acción transversal, concertada y coordinada de todos los entes y órganos públicos, la circunstancia legal y coyuntural de asignárselo a uno o varios en específico, aunque no se trate de órganos constitucionales o de relevancia constitucional, no atenta contra el principio de separación de poderes”.


          


         Además de lo anterior, hay que tener claro que la Procuraduría de la Ética no establece ningún tipo de sanción contra el parlamentario, ni contra ningún funcionario público, ya que no ejerce la potestad disciplinaria; simple y llanamente se limita a comunicar los resultados de su investigación a los interesados o los órganos competentes para lo que en derecho corresponda. Desde esta óptica, el hecho de que este órgano reciba y tramite las denuncias contra los diputados por violación de la Ley contra la Corrupción y el Enriquecimiento Ilícito no afecta el principio de separación de funciones, salvo que se siguiera una concepción rígida de él, situación que no es acorde con las corrientes contemporáneas. Al respecto, la Sala Constitucional, en el voto n.° 5484-94, señaló lo siguiente:


 


“La teoría de la separación de Poderes tradicionalmente se interpreta como la necesidad de que cada órgano del Estado ejerza su función con independencia de los otros (artículo 9 de la Constitución Política). Si bien no pueden darse interferencias o invasiones a la función asignada, necesariamente debe producirse colaboraciones entre Poderes. En la actualidad, la doctrina y la práctica constitucionalmente afirman que no existe absoluta separación, aún más, nada impide que una misma función –no primaria- sea ejercida por dos Poderes o por todos, razón por la que no se puede hablar de un rígida distribución de competencias en razón de la función y la materia. El Estado es una unidad de acción y de poder, pero esa unidad no existiría si cada Poder fuere un organismo independiente, aislado, con amplia libertad de decisión, por lo que en realidad no se puede hablar de una división de Poderes en sentido estricto; el Poder del Estado es  único, aunque las funciones estatales sean varias. Lo conveniente es hablar de una separación de funciones, es decir, de la distribución de ellas entre los diferentes órganos de estatales. Esta separación de funciones y éstas deben ser realizadas por el órgano estatal más competente”.


 


           Por las razones anteriores, consideramos que la norma legal cuestionada no vulnera el principio de separación de funciones consagrado en el numeral 9 constitucional.


 


II.         CONCLUSIÓN


 


Con el respeto acostumbrado, la Procuraduría General de la República recomienda que se declare sin lugar en todos sus extremos la acción incoada en relación con los numerales 2, 3, 4 y 43 de la Ley n.° 8422 y contra el inciso h) del numeral 3 de la Ley n.° 6815.


 


NOTIFICACIONES:


 


Las atenderé en la sede de la Procuraduría General de la República, primer piso.


 


San José, 28 de enero del 2008.


 


 


 


                                                                       Ana Lorena Brenes Esquivel

                                                                       PROCURADORA GENERAL DE LA REPÚBLICA


ALBE/ACG/msch


 


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